Desde hace algún tiempo, me viene a la cabeza con cierta frecuencia un sketch del genial humorista Gila, ataviado con su característico uniforme militar. En dicha actuación hablaba por teléfono (cómo no), con alguien que debía ser un proveedor de armamento, al que había llamado para presentar una queja por el mal funcionamiento de una embarcación, recientemente adquirida. Tras escuchar atentamente las explicaciones de su imaginario interlocutor, Gila acaba diciendo: "¿Que el barco que nos mandaron no era un submarino? ¡Vaya, con lo que nos costó hundirlo!"
Y me viene a la cabeza porque, cada vez más, tengo la siniestra sensación de que lo que hacen buena parte de nuestros políticos es intentar hundir este barco que somos todos, con la creencia no demostrada de que se trata de un submarino al que podrán reflotar más adelante, una vez se hayan librado de competidores de bandos ajenos y propios. No parece importar demasiado que se hayan encendido todas las alarmas y que el agua nos llegue por la cintura, la carrera está en demostrarnos que la culpa es de otros, convencidos como están de que no es necesario que sean los mejores, que basta con que nos convenzan de que son los menos malos.
Presupongamos (aunque entiendo que eso requiere un esfuerzo considerable) que quien se dedica a eso de la política lo hace con el mejor de los propósitos. Resulta más que sospechoso que siempre que tienen ocasión nos hagan ver su abnegada vocación de servicio, su inquebrantable actitud de diálogo y su incansable compromiso con el bien común, cuando eso debería ser lo mínimo exigible. Es como si un médico nos recitara el juramento hipocrático cada vez que nos recibe o un taxista nos explicara en cada carrera que debe circular por el carril de la derecha. Los políticos y los auxiliares de vuelo de los aviones son las únicas profesiones del mundo en las que nos lleven a donde nos lleven se dan las mismas explicaciones. No parece molestarles la paradoja existente entre la motivación tan noble que ellos mismos se otorgan, y la valoración tan negativa que obtiene su proceder entre la población en general (no sólo lo pienso yo, encuestas de muy distinta sensibilidad lo avalan). A todos nos gusta sentirnos valorados en nuestro trabajo, pero la denominada "clase política" no se muestra para nada afectada, ni parece estar en condiciones de querer cambiar la situación. Mientras, aquí abajo, nos situamos quienes nos sentimos más víctimas que beneficiarios de las acciones de nuestros representantes.
La supuestamente bienintencionada cultura de "que gane el mejor" se ha convertido en la de "sólo puede quedar uno", o lo que es lo mismo, "quien siga en pie al final del combate, gana", por lo que el objetivo deja de ser conseguir ser mejor y se reduce a conseguir que los demás fracasen.